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Raul Antonio Cáceres; un testimonio de vida

  • Writer: Martha Caceres
    Martha Caceres
  • May 9, 2023
  • 17 min read

Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio caminoViktor Frankl (El hombre en busca de sentido)


Mi nombre es Raúl Antonio Cáceres León, nací un 19 de septiembre de 1957, en Colombia, en un pequeño pueblo llamado Cerinza, ubicado en el altiplano Cundiboyacense. Los recuerdos de mi niñez me llevan a la vida en el campo, los juegos con mis hermanos, quienes se convirtieron en amigos y compañeros de aventuras. Recuerdo también mi afán por salir y encontrar un mejor futuro, siguiendo el camino que habían emprendido mis hermanos. Esta búsqueda me llevó muy joven a Bogotá en donde empecé a trabajar y a estudiar el bachillerato y donde conocería a quien se convertiría en mi señora y la madre de mi hija.


La vida por ese entonces parecía definida, mi hermano acaba de montar una empresa de comercio exterior y me ofreció la gerencia para trabajar en Cartagena. Los días transcurrían entre el trabajo, el inicio de mi vida matrimonial y el anuncio de la llegada de una nueva integrante de la familia: mi hija Andreita, quien nació el 18 de octubre de 1982, su llegada llenó de felicidad nuestra vida, lejos de imaginarme que también se iba a convertir en la mayor motivación para no dejarme caer en los momentos que se avecinaban. Mi hija llegó para aferrarme a este mundo y a esta vida, llegó a darle valentía a cada uno de mis días.


Andreita tenía tan solo seis meses, cuando mi cuerpo empezó a mostrar los síntomas que más adelante me llevarían a recibir la noticia que cambiaría mi vida por completo. El primer indicio de que algo iba mal fue un estrangulamiento de úlcera que generó una hemorragia en mi cuerpo. Inicié estudios y exámenes médicos inmediatamente, pero mi salud empeoraba más y más y no tuve otra opción que volver a Bogotá para ser tratado por especialistas. Una vez en Bogotá, después de haber pasado por diferentes exámenes, la clínica San Pedro Claver me dio el resultado definitivo: sufría de una insuficiencia renal crónica. ¿Qué significaba esto? En palabras simples; mis riñones habían dejado de funcionar y según los resultados de laboratorio, no había nada más que hacer, solo tenía una salida, iniciar un tratamiento llamado hemodiálisis cada dos días, durante cuatro o cinco horas diarias.


La hemodiálisis es un tratamiento que filtra las toxinas y el agua de la sangre, reemplazando lo que hacen los riñones, este tratamiento ayuda a controlar los minerales importantes en la sangre y elimina el agua, la sal y los productos de desecho. Pero lo hace más rápido de lo que lo haría un riñón normal, por lo que se experimentan efectos secundarios, como pérdida de peso, náuseas, baja presión arterial, calambres, dolores de cabeza, cansancio y un desgaste total del organismo.


A mis 25 años, no podía entender la gravedad de lo que estaba pasando. Recuerdo que en el primer tratamiento de hemodiálisis, conocí a una persona que llevaba tres o cuatro años en el mismo tratamiento. Una noche en ese pasillo, le pregunté de que se trataba esta enfermedad. Él me explicó que los riñones dejaban de funcionar, había una disminución considerable de la orina, por eso las personas se hinchaban al no poder evacuar el líquido y las toxinas. En ese momento pensé que yo aún podía orinar, entonces no podía estar enfermo. Lo que no entendía era que esto no siempre era una buena indicación, porque la orina debe salir con una determinada concentración de toxinas y desechos, y eso era lo que precisamente no estaba sucediendo en mi cuerpo.


Le pregunte entonces al señor; nunca olvidaré su nombre: Miguelito. ¿Qué se podía hacer? A lo que él respondió: “Lo único que tienes que hacer es morir, no hay nada más que hacer” y continúo: “Es necesario un trasplante, pero en Bogotá no hay aún, de vez en cuando llevan a las personas a Medellín para realizar exámenes y si están con suerte logran uno, pero es muy raro que esto suceda”. Y agregó: “Es mejor hacerse a la idea de que vas a morir. Pregunté: ¿En cuánto tiempo?, y el respondió: “En semanas, meses, años, pero no creo que pase de unos cinco años

Como era de esperarse estas palabras causaron un tremendo impacto en mí, ni los médicos, ni las enfermeras me habían dicho que la situación era tan delicada. En esos momentos, solo podía llorar. Sabía que al fin de cuentas todos vamos a morir, unos más jóvenes o más viejos, pero en mi caso, yo acaba de tener una bebé que no había llegado al año de edad. Andreita, mi niña, tenía nueve meses. Yo solo podía imaginar a un ser inocente e indefenso, que no podía entender las condiciones en las que yo estaba. Me aferré a su imagen y me pregunté que iba a pasar con mi bebé si yo me moría, esto era lo que retumbaba en mi cabeza. Solo me esperaba la muerte y tendría que dejar a mi bebé, mi moral se fue al piso.


Un hombre que se vuelve consciente de su responsabilidad ante quien lo guarda con todo su corazón, o ante una obra por terminar, nunca será capaz de tirar su vida por la borda” Viktor Frankl.


Sin haber dormido en toda la noche por el llanto y la preocupación pensando en mi hija y en lo desamparada que iba a quedar, saque fuerzas para volver al tratamiento al día siguiente. Me habían dicho que iba a morir, pero el amor hacia mi hija era mucho más fuerte que esa sentencia que ponía mis días en cuenta regresiva. Le pregunté a la enfermera de turno sobre el destino que me esperaba y ella dándome un aliento que me devolvió la vida me dijo: “no se preocupe, usted es una persona muy joven, acá hay muchos que han salido adelante. Si bien es cierto que en Bogotá no hay un programa de trasplantes en este momento, en Medellín si lo hay, quizás pueda ir a Medellín, allá empezaron a hacer trasplantes familiares”…(en eso momento yo no entendía en qué consistía ese tipo de trasplante)…continúo; “y también han enviado pacientes a Estados Unidos y allá los han trasplantado”.


Mi señora y yo sabíamos que la posibilidad de trasplantes era mínima. Era más fácil ganarse la lotería que obtener un trasplante, pero era la única opción para salvar mi vida y ver crecer a mi hija, así que nos aferramos a esa posibilidad por más remota que pareciera. Mientras esperábamos que llegara esa oportunidad, la enfermedad desencadenó otro tipo de dificultades. Ya no podía trabajar igual que antes, entonces los problemas económicos iniciaron. Sin embargo, siempre he creído que las cosas que al parecer son malas traen consigo cosas buenas, y lo que llegó en esos momentos difíciles fue una unión familiar no vista antes.


Antes de la noticia, cada uno estaba enfocado en su camino, pero después de enterarse de lo que estaba pasando, mis hermanos y la familia de mi señora, nos sujetaron y nos hicieron ver que no estábamos solos, se generó una unión total de la familia y empezaron a buscar formas de apoyarnos. Desde la compra de una nevera adecuada para mi dieta, hasta encontrar una persona que le ayudara a mi esposa con el cuidado de la bebé. Después de recibir todas esas malas noticias, el apoyo de mi familia fue un bálsamo que me ayudaba a seguir adelante. En los momentos más difíciles el temple de mi señora, Esperanza, fue decisivo. Siempre voy a reconocer su valentía porque nunca se dejó vencer, dijo: “vamos pa’lante, si tengo que trabajar lo hago y vamos a sacar a nuestra hija adelante”. La niña entró al jardín y con lo poco que yo producía, el trabajo de mi señora y el apoyo familiar, empezamos a ver una luz.


Había trascurrido un año de hemodiálisis, cuando se empezó a hablar de la posibilidad de hacer trasplantes en Bogotá, en el Hospital San José, en la Clínica San Pedro y en la Fundación Santafé. Esta noticia llenó de optimismo a los que estábamos en tratamiento, sobre todo los jóvenes, porque en tratamiento de hemodiálisis muere mucha gente, creo que el 90% de los que están ahí mueren. Solo el 10% tiene el privilegio de pasar…o tal vez menos.


“Pobre del que no percibiera ya ningún sentido en su vida, ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna finalidad para seguir viviendo: ese estaba perdido. La respuesta típica de ese hombre, frente a cualquier intención de animarlo, era: ‘ya no espero nada de la vida’ Hay algún argumento contra esas palabras?” Viktor Frankl


A nadie le gusta pensar en morir, pero cuando hay tantas dolencias, la muerte puede ser un descanso, porque todo el día estas enfermo. Entonces muchas veces decía, si muero, descanso, mi organismo descansa, otros que no tenían nada porque vivir, nada los amarraba o ya tenían una edad avanzada decían: no quiero saber nada de luchar. No seguían los procedimientos y las recomendaciones, como llevar una vida ordenada o una dieta especifica. Las personas decían si me tengo que morir me muero, se entregaban y morían. Vi muchas personas morir en hemodiálisis. Los que sobrevivían eran pocos. Pero en mi caso, yo siempre decía: tengo que vivir por mi hija.


Sin embargo, la vida me ponía a prueba cada día y empecé a entender que la hemodiálisis era una muerte terminal porque si bien alarga la vida un tiempo, no hay calidad de vida, las 24 horas del día te sientes enfermo. Entonces, la preocupación por mi familia, me llevo a escuchar lo que los enfermeros recomendaban: “busque una pensión por invalidez porque cuando usted muera, la pensión le queda a su señora”. Entonces empecé a buscar la pensión, buscaba formas de hacerle frente a mi destino y dejar al menos a mi familia protegida. Hablé con los doctores y les dije que necesitaba la pensión, nunca olvidaré la mirada del doctor López Villa, nefrólogo de la unidad renal, me dijo: “Raúl usted está muy joven para pensionarse, cuénteme cuántos hermanos tiene?”, doctor tengo ocho hermanos, le dije, y el respondió: “le tengo una buena noticia, la Fundación Santafé con el patrocinio de San Vicente de Paul de Medellín, va a empezar a hacer trasplantes con familiares. Necesito reunirme con sus hermanos y si encontramos a uno que sea compatible con usted y que quisiera donarle el riñón, lo trasladamos a la Santafé para que le hagan los estudios respectivos y le busquen un trasplante, pero yo pensión no le voy a dar”.


Esto, en vez de entristecerme, subió mi ánimo, porque lo que yo más deseaba era una alternativa a la muerte. Una esperanza leve al final del túnel, una manera de seguir viviendo. Mis hermanos asistieron a la reunión, estuvieron de acuerdo en hacer los exámenes e iniciar el proceso, entonces presencie uno de los mayores actos de amor incondicional en mi vida; Audelina, mi hermana me dijo: “Raúl si mis exámenes salen compatibles, yo no tengo problema en donarle el riñón”.


Sentí una alegría profunda al darme cuenta que el amor de mi hermana la llevaba a tomar una decisión tan trascendental: desprenderse de un órgano para entregármelo, desprenderse de una parte de ella para alargar mi vida, mi sentimiento de gratitud no tenía forma de expresarse. ¿Cómo agradeces que te devuelvan la vida?


Sin embargo, llegó también la preocupación de que algo le pasara a mi hermana y ya no sería un enfermo sino dos enfermos en la familia. Era un sentimiento agridulce, por un lado me tranquilizaba tener una alternativa, pero la incertidumbre me pesaba, no sabía qué iba a ocurrir después de esa cirugía. Mi hermana tenía a su esposo y su hijo era muy pequeño. En este proceso, logramos hablar con una psicóloga que había recibido una donación de riñón por parte de su hermano, llevaba menos de un año de trasplantada. Ella fue muy clara y nos dijo las cosas que podían ocurrir, su hermano donante por su lado, nos dijo que lo mejor que había hecho, era haberle donado el riñón a su hermana, porque le había dado nuevamente la vida. Esto fue definitivo para nosotros y a pesar de la mezcla de sentimientos, decidimos seguir adelante con el proceso.


El 9 de diciembre de 1985, después de dos años y medio en la hemodiálisis y con un desgaste físico, mental y emocional considerable, presencié un milagro iniciado por el mayor acto de amor y generosidad de mi hermana; ella se desprendía de su riñón y me lo entregaba para que yo volviera a nacer. Recuerdo que ambos estábamos en la misma sala de cirugía pero no nos alcanzamos a ver, mientras a mí me preparan para recibir el órgano, a ella la preparan para extraerlo, lo que no era fácil por la ubicación del riñón, era una cirugía muy delicada. El trasplante duró aproximadamente cinco horas y cuando desperté sentí un alivio inmediato. Los quebrantos de salud desaparecieron, me sentía mejor y con energía. Los doctores y enfermeras presentes en el trasplante, quienes sumaban más de veinte personas, me comunicaron que tan pronto recibí el riñón, este había empezado a funcionar. Yo era uno de los pioneros en este procedimiento. Fui la séptima persona trasplantada en Bogotá.


Mis dolencias se habían ido, yo quería gritar de la felicidad, pero sufría porque mi hermana llevaba la peor parte, era un proceso muy duro para su cuerpo. Lo primera que pregunté cuando desperté fue, ¿cómo está mi hermana? La enfermera me decía que había tenido una recaída, pero que ya estaba bien, me pedía que estuviera tranquilo, que me enfocara en salir adelante. Yo estaba presenciando un verdadero milagro, porque incluso después de recibir el riñón, pueden aparecer nuevos desafíos, algunas veces implantan el riñón pero no funciona, hay otros riñones que cambian de color y tienen que ser removidos, hay otros que responden como un riñón perezoso, no funciona al comienzo y después comienza a funcionar lentamente, hay casos de personas que reciben el riñón y tienen que volver a una a dos hemodiálisis, para ayudar al funcionamiento del riñón.


En mi caso, a pesar de tener un rechazo en el día séptimo, el riñón se adaptó satisfactoriamente a mi cuerpo. Por fin iba a llevar una vida normal acompañado de mi señora e iba a ver crecer a mi hija Andreita, esa era mi mayor ilusión y motivación. Después del trasplante, por protocolo, no se podía ver a nadie durante quince días, porque mi sistema inmune no estaba fortalecido. Entonces mi señora me transmitía los mensajes de mi hija, de entonces tres años, preguntando cuando iba a volver.


Salí de la clínica un veinticuatro de diciembre, mis suegros habían llevado a Andreita a La Mesa, así que fui a verla y ahí fue nuestro reencuentro. Mi hija a su edad todavía no podía entender la gravedad de lo que había pasado. Mi alegría al verla fue inmensa, la abracé con todo mi amor y le conté como ella me ayudó a salir adelante. Porque si no fuera por mi hija, yo simplemente me hubiera rendido. Conocí tantas personas que no tenían un aliciente y se morían, pero en mi caso, yo me aferré a la imagen de mi hija y lo logré, la vi crecer. La acompañé en sus diferentes etapas, cuando empezó el colegio, cuando inició su bachillerato, disfrute su personalidad carismática, su amor por el arte, el canto, el teatro, la danza, sus interpretaciones de Celia Cruz. Andreita llegó a ser la alegría no solo de nosotros, sino de toda la familia, no le gustaban los conflictos, era una niña amada por todos, era amiga de todos, amaba las fiestas y recibir regalos.


A mi hermana la pude ver al mes, en su casa, ya un poco recuperada. Esos días no habían sido fáciles para ella; mientras yo volvía a nacer con un riñón que funcionaba, el cuerpo de mi hermana se adaptaba al hecho de no tener un riñón. Mi señora y mis hermanos estuvieron muy pendientes de ella. Con el tiempo todo se fue estabilizando, mi hermana se recuperó, y comenzó una nueva etapa para mí. Yo que pensaba que no iba a salir de esa enfermedad y tuve la muerte tan cerca, ahora me sentía vivo quería comer, quería hacer lo que había dejado de hacer por tres años, quería abrazar a mi hija, no cabía de la dicha. Me estaban regalando una nueva vida.


La experiencia que adquirí durante los años gerenciando la empresa en puerto en Cartagena, me ayudó a ubicarme en una gran empresa y Esperanza, mi señora, había iniciado su trabajo en el área del periodismo entonces las condiciones económicas mejoraron y mi hija empezó a tener una formación. Como Andreita me vio enfermo muchas veces, tal vez de ahí nació su idea de ser médico, se grabó esta idea en su mente y nunca pudimos hacerla cambiar de opinión. Le decíamos que buscara diferentes alternativas, porque en esa época no era fácil entrar a estudiar medicina en la universidad; los exámenes eran muy estrictos, se requerían puntajes altos y la carrera era muy costosa. Sin embargo, ella siempre estuvo convencida que quería ser médica y no hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión.


El trasplante marcó un antes y un después para mí. Antes era una persona que creía tener todas las respuestas, no pensaba en enfermedades, hacia lo que quería con mi organismo, porque me sentía invulnerable, pensaba que nada iba a pasar. Quizás no apreciaba tanto a los demás, tenía actitudes desafiantes, a pesar de que siempre fui calmado, había cierta arrogancia en mí. Pero cuando me enfermé y perdí mi salud, tuve que bajar la cabeza, aceptar y asumir lo que estaba viviendo, esa era la única manera de sobrevivir y salir adelante. Después del trasplante, sentí que había recibido un regalo de la vida y fue esa misma vida, la que me hizo cambiar lo que solía ser. Deje de ser esa persona arrogante o sobrada, al contrario, ahora quería entregar algo al mundo, quería ser más solidario, empecé a querer más a las personas.


Se despertó en mi un inmenso deseo de servir, por esta razón estuve como presidente de la Asociación Nacional de Trasplantados del Capítulo Bogotá durante cinco años. Entre mis funciones estaba hablar con los enfermos renales para que no se quedaran en ese vacío, ese abismo, pensando que no había que nada que hacer, ¡porque si había algo por hacer! También empezamos un diálogo con las autoridades a nivel nacional y las autoridades legislativas, para que se presentara un nuevo proyecto de donación de órganos que facilitara el proceso y protocolo de trasplantes.


Anteriormente era muy difícil, que una persona donara, había que dejarlo por escrito y además de eso la familia debía autorizar. Muchas veces en vida, la persona había dicho que donaba pero luego la familia decía no y la posibilidad de trasplante se perdía. La cultura de donación de órganos no existía en Colombia. Sin embargo, los acercamientos a las autoridades junto con una serie de foros generaron un interés de los medios escritos y la televisión para empezar a hablar más sobre el tema. Así mismo hablamos con los médicos interesados para que se promocionara la cultura de la donación y se abriera la perspectiva de que si se podían encontrar donantes. Lo anterior consolidó las bases para implementar años después la nueva ley sobre donación de órganos. Actualmente todos los colombianos son donantes de órganos, sin necesidad de pedir autorización a la familia, a no ser que en vida la persona manifieste lo contrario.


Por mucho tiempo dicte conferencias, algunas veces con la presencia de mi hermana Audelina, para mostrar que si era posible, que si se podía donar, hice todo lo posible por ayudar a los que estaban pasando por esta enfermedad. Muchas veces tuvimos que hablar en urgencias, sobre todo en la San Pedro, con familiares que estaban pasando por dificultades, porque su familiar había muerto o estaba cerebralmente muerto, para pedirles que nos ayudaran a salvar otras vidas. No era una tarea fácil, pero era necesario iniciar el diálogo sobre la importancia y la repercusión de donar órganos. Quien más que yo lo podía saber, después de volver a la vida gracias a una donación.


Así como mi situación económica se tornó difícil cuando me enfermé, entendí que para otros era incluso devastador; hay personas que pierden los riñones, están muy enfermos y no tienen para el transporte, la comida, para nada. Vienen además unos desajuste emocionales y personales muy complicados. Hay familias que se acaban y las personas quedan a la deriva. Nosotros estuvimos muy atentos a las necesidades de esas personas, para ayudarles y ante todo transmitirles ese entusiasmo para encontrar una alternativa de vida. No fue fácil, los cinco años que estuve como presidente tuve que navegar en contra de muchas cosas, pero finalmente hice mi función, era lo mínimo que podía hacer a favor de personas que estaban transitando los mismos caminos que yo transité.


En marzo del 2020 el gobierno de Colombia anunció la llegada del COVID 19 al país, lo que requería la implementación inmediata de medidas de emergencia para contener el contagio del virus. Un virus que ya estaba ocasionando miles de muertes en el mundo. Las personas que corrían más riesgo eran quienes tuvieran enfermedades preexistentes o sistemas inmunológicos debilitados. Mi preocupación fue profunda porque desde el trasplante de riñón, fue necesario iniciar el consumo de medicamentos inmunosupresores, para que mi cuerpo no rechazara el riñón que podía ser reconocido por mis defensas como un cuerpo extraño. Si bien estos medicamentos ayudaron a salvarme la vida, en esos momentos me ponían en alto riesgo en caso de entrar en contacto con el virus.


Y esto no era todo, ante la restricción inmediata de salir a las calles, los pacientes renales que asistían a hemodiálisis quedaron en un limbo y sus tratamientos fueron afectados. Además de esto los trasplantes de órganos fueron suspendidos durante dos años. Seguramente si calculamos el número de personas que perdieron la vida indirectamente por causa del COVID, las cifras serian mucho más altas.


El miedo era parte de mi día a día y no solo por lo dicho anteriormente sino porque el ser que más amaba en la vida también estaba en un contexto de alto riesgo; mi hija trabajaba en ese entonces en urgencias en el Hospital de Chapinero. Temíamos que llegara el día en que Andreita tuviera que atender a personas afectadas por COVID, lo que la ponía en riesgo de contagio. Pero ese día llegó y para mi hija la preocupación de contemplar la posibilidad de que sus padres estuvieran en riesgo, fue mayor a lo que ella podía soportar. Su cuerpo experimentó una fuerte baja de defensas y no resistió la zozobra. El 24 de junio de 2020, Andreita se convertiría en uno de los primeros médicos fallecidos durante la pandemia.


Hace más de 40 años, cuando me enteré que mis riñones habían dejado de funcionar, lo que más anhelaba y le pedía a Dios era que me permitiera ver crecer a mi hija, ser su apoyo y su protección y la vida me dio ese regalo. Sin saber que Andreita luego se convertiría en mi mayor apoyo y en mi compañía constante. Creamos una relación de padre e hija incondicional que superó muchas pruebas de la vida. Andreita partió dejando un legado invaluable; su profundo carisma, su alegría y el haberse convertido en una gran profesional. Como médica no solo era excelente, sino que tenía un corazón tan grande que tenía espacio para servir a todos, sin importar de donde venias o quien eras. Andreita quiso servir y dar amor hasta el último momento y no se fue, sin antes demostrarnos que más que cualquier interés personal, lo más importante para ella, era que su mamá y yo estuviéramos bien.


El amor a mi hija me dio la fuerza para ganarle la batalla a la enfermedad que casi se lleva mi vida. El amor a mi hija me permitió volver a nacer. Ahora, este amor ha trascendido todos los planos y me impulsa a levantarme cada día para honrar su memoria y su trascendental presencia en mi vida. Mi amor hacia ella no tiene límites de espacio o tiempo porque “estoy convencido de algo: el amor trasciende la persona física del ser amado y halla su sentido más profundo en el ser espiritual, en el yo íntimo” Viktor Frankl


Han pasado casi 38 años, desde aquel 9 de diciembre de 1985, en el que volví a nacer. No puedo hablar de otra cosa sino de haber sido testigo de los mayores actos de amor en mi vida. Siempre escuchamos la expresión de dar la vida por alguien, pues yo realmente lo presencié. Mi hermana tuvo la convicción, la valentía y un amor profundamente generoso, de dar una parte de su cuerpo por mí, nunca podré expresar con palabras el agradecimiento hacia ella y su familia. Desde el momento que mi hermana me ayudó a seguir viviendo, ella, mi cuñado y mis sobrinos entraron a ser parte integral de nuestra familia. Mi hija también hizo lo mismo, para ella su prioridad era su tía Audelina y sus hijos, como un agradecimiento a lo que la tía había hecho: la posibilidad de permitirle crecer con un padre. Por eso mi hermana y su familia contaran con todo mi respaldo, en el momento que sea y como sea. Pase lo que pase, estaré yo, y se lo he pedido a mi señora: si me pasa algo, quiero que ella siempre proteja a mi hermana, porque lo que hizo Audelina es indescriptible.


A mi señora, le debo haber tomado el timón en los momentos más difíciles y en lugar de rendirse, haber dicho; vamos a salir adelante como sea. Su nombre es Esperanza, como si la vida me hubiera unido a ella, sabiendo de antemano que ella iba a ser mi Esperanza. Y a mi hija la nombramos Andrea Esperanza, las cosas de la vida, en los momentos más difíciles ambas se convirtieron en mis dos esperanzas.


El equipo médico siempre tendrá mi gratitud, porque no me dejaron rendirme y me permitieron creer en su compromiso y en las alternativas que la ciencia me estaba brindando. Ellos pusieron todo su esfuerzo y su talento para que el trasplante de riñón fuera un éxito. Mi vida sin duda esta sostenida por la ciencia y por la profunda y generosa convicción de los médicos para salvar vidas.


Este es el testimonio de como los milagros que recibí en mi vida tuvieron como base el inmenso amor que le profesé a mi hija, la valentía y el amor de mi esposa, la incondicionalidad de mi hermana, el apoyo persistente de mi familia y el magnífico talento médico. Después de 38 años de haber recibido por segunda vez el regalo de la vida, estoy convencido de que: la salvación del hombre consiste en el amor y pasa por el amor” Viktor Frankl.


Raúl Antonio Cáceres León

Abril 29 de 2023

Bogotá, Colombia

 
 
 

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